La mujer de la maleta gris permanece sentada en una estación donde los trenes, hoy, no van a ninguna parte.
Un niño le regala con sus ojos una luna invisible que se atrinchera en su corazón indómito. Le hace una reverencia inventada para la ocasión.
Sin apenas esfuerzo lee su alma y sabe que está enferma de ausencia, que su garganta está seca. En lugar de preguntarle si paz de espíritu o guerra de amor le dice:
“Ve a sacar tu amor de paseo antes de que sea demasiado tarde”.
Y ella va y le hace caso, sumisa. Empieza a reconocer sus perfectas imperfecciones y a fijar prioridades…
Y le dice: “Anda, despierta tu sensibilidad atrofiada”.
Y ella va y deja que fluyan las dudas y las verdades a medias, incluso se permite alguna blasfemia agazapada entre plegarias.
Lo finito deja de interesarle de repente igual que la fangosa realidad de ayer. Y decide elevarse más allá de este banco de estación donde reposan tantos adioses y mentiras.
Recita el único poema suyo que recuerda y que un día la cautivó:
“ Si buscara poseerte… sobraría la intención
Si quisiera seguir sumida en tu hechizo
¿qué más podría ofrecerte, si carezco ya de lengua,
de piel, de tanto regalártela?”
Palabras…
Pero a la mujer de la maleta gris ya no le duelen sus delirios, incluso ha empezado a olvidar su nombre…
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